Para los que llevamos gafas, la visita al oculista es un ritual anual o bianual que debe cumplirse sí o sí. Sobre todo cuando eres bastante joven, por aquello de la detección y corrección, y ya a ciertas edades en que la visión comienza a pasar factura. Mas cuando las llevas de toda la vida como el que escribe que empezó con ellas desde los cinco años. Se puede decir que prácticamente no tengo apenas recuerdo de no llevarlas encima, de levantarme por las mañanas y cogerlas para ir al baño o cualquier otro sitio. Así que, más que una carga, las considero como unas compañeras necesarias que están ahí constantemente aunque la mayor parte del tiempo ni me de cuenta de su presencia.
Dicen que los Virgo somos personas amantes del orden, de la rutina, de todo lo que conlleva la organización. Ja, ya quisiera verlos en casa de un gran amigo cuya habitación en casa de sus padres era un auténtico agujero negro que ríete del de Interstellar. Situación que no ha mejorado en absoluto tras casarse y tener una hija, más bien se ha agravado con la adquisición de la vástaga. Pero algo hay de cierto tras las leyendas y cuentos que se narran. Si no como explicaría el haber estado yendo durante treinta nueve años, sí 39 (ahora en números), al mismo oculista. Es el mismo especialista al que iban mis abuelos, mi padre antes de casarse y al que hemos ido mis hermanas y yo mismo durante todo este tiempo. En realidad, ir a la revisión anual de mis ojos siempre era una pequeña aventura que me permitía salir un rato antes del colegio por la tarde cuando me recogían mis padres; entrar en una sala semioscura, probarte lentes, seguir sus indicaciones y disfrutar del momento que te tocaba. Y aunque fueses un niño creo que jamás te trataba como tal, siempre con respeto y cariño pero como si fuese un adulto: "mira aquí, mira allí, ¿cómo ves mejor, con esta lente o esta otra?" Pese a que dijese que tenía los ojos como las gallinas, uno para ver de cerca y otro para ver de lejos.
Ayer fui a hacerme la última revisión con él. Digo la última porque, después de preguntarme por mi padre y cómo estaba yo, me comentó que se jubilaba el mes que viene. Es verdad que en los últimos años había ido reduciendo su presencia en la consulta y ya solo pasaba tres mañanas en ella, dejando el resto del tiempo a sus hijos, que continúan con la saga familiar. Y es lógico que con 82 años se retire ya. Pero, para mí, supone el fin de algo que parecía inmutable y permanente, de una visita que ya realizaba cada dos años pero que me encantaba porque te sentías como en casa. Y la prueba irrefutable de que uno va cumpliendo años sin remisión y que hay cosas que no tienen vuelta atrás...
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