Ayer tuve visita al dentista. Todo empezó justo unos días antes de Navidad cuando, en plena cena, se me partió un trozo de muela. Al día siguiente, fui corriendo al dentista para ver qué había pasado y como arreglarlo; al menos, no fue tan grave y no hubo desvitalización ni nada parecido por lo que me dieron hora para mañana; has leído bien, para mañana viernes. La suerte es que hubo un hueco libre y me llamaron el martes para ver si estaba interesado en adelantarlo.
Para mí, acudir a la consulta del dentista es como ir al infierno. Me pone de los nervios y mucho. No es nada que ver con los médicos porque, por ejemplo, me encanta ir al oculista y anda que no me hicieron pruebas hace bastantes años cuando la hernia de hiato, incluyendo dos endoscopias. Creo que es algo irracional, un miedo ilógico y sinsentido a sufrir dolor, a pasarlo mal, a que hurguen dentro de uno sin saber qué están haciendo, lo cual es el colmo para un hipocondríaco neurótico. Así que no era de extrañar que me saltase la migraña de los nervios que me provocó saber que tenía que ir.
Afortunadamente, hasta ahora mis visitas han sido relativamente pocas (en comparación con bastante gente que conozco) limitándome a las visitas para una revisión o una limpieza; para rebajar la tensión suelo llevarme el ipod y ponerme música tranquila que ayude a distraerme de todo lo que va pasando alrededor. Y, sobre todo sobre todo, a no escuchar los ruidos que generan los instrumentos porque creo que es una de las causas del pánico que me entra. Eso o haber visto hace muchos años La pequeña tienda de los horrores y acordarme contantemente del maldito Steve Martin...
Lo malo es que lo de ayer es sólo el comienzo...
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