Llevo tres noches durmiendo a ratos por su culpa. Tres noches en los que no duermo a pierna suelta y de corrido. Tres noches de incordio constante. Y eso se nota. Todo comienza cuando estás soñando plácidamente, relajadamente, y entonces lo sientes, notas que está ahí, que va y viene buscando la manera de aprovecharse de tí como animal de engorde y abastecimiento que eres. O bien notas sus efectos en alguna parte de tu cuerpo, un picor por aquí, una picazón por allá, y ya sabes que ha atacado sin que te enteres.
Encima la culpa es mía, única y exclusivamente mía. De mis genes, que me hacen más apetecible a sus ojos. Aunque, claro, eso ya lo sabía o, al menos, lo intuía yo desde hace mucho tiempo cuando sólo iban a por mi a pesar de estar rodeado de varias personas. Amanecer con un dedo del tamaño de una morcilla o con la cara pareciéndote a Joseph Merrick era algo relativamente habitual cuando vivía en casa de mis padres. Ahora que he vuelto a vivir en la ciudad noto que me están rondando de nuevo desde hace un par de años. Vienen a por mí. Lo sé. Pero no importa porque me estoy preparando. Porque sabes que has ganado esta batalla pero que yo ganaré la guerra. Porque como decían en Los inmortales, sólo puede quedar uno. Y ese seré yo. Maldito mosquito.
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