Cuando George Miller estrenó allá por 1979 la primera película de Mad Max, poco podía imaginar que iba a ser el origen de una saga que perduraría hasta el siglo XXI a lo largo de casi cuatro décadas. Película pequeña (por su presupuesto que no por la carga que conllevaba) que además iba a provocar todo un subgénero cinematográfico muy en boga en los ochenta: el de la supervivencia postapocalíptica.
A pesar del tiempo transcurrido respecto a la saga original, esta cuarta entrega de Mad Max, a la que ha costado parir más de una década si hacemos caso a lo que Miller cuenta sobre su gestación, no presenta diferencias sustanciales respecto a sus predecesoras. En realidad, no hay un reinicio, o reboot como gusta tanto decir últimamente, de la historia; no hay una vuelta a los orígenes, a contar la creación de la figura de Max y su pasado. Miller sabe lo que el espectador quiere y se lo ofrece; la película arranca como no podía ser de otra manera, con la acción trepidante y salvaje de la carretera y aquel huyendo de sus posibles enemigos.
Lo que sí hay, desde mi punto de vista, es una evolución del personaje de Max, que ha pasado de ser el centro de la acción, del protagonista absoluto en la primera entrega a convertirse en un elemento narrativo, en un alter ego del director para acercarnos a las distintas maneras que el ser humano desarrolla para sobrevivir en un mundo adverso, en unas condiciones extremas, en las que el hombre se ha convertido en el lobo para el hombre. En esta película, quizás más que en ninguna otra, se aprecia el viaje que realiza Max; acosado por su pasado a través de alucinaciones, se convierte en un instrumento de vida (primero forzado y luego voluntario) y en la vía a través de la cual navegamos por la historia de estas mujeres que huyen y transforman su futuro. A pesar de dar nombre a la saga, Max ya no es el motor de la historia sino la correa que transmite esa historia entre el director y los espectadores.
Esta evolución del protagonista contrasta con el progresivo ascenso de los personajes femeninos a lo largo de la saga. Si en la primera eran inexistentes (salvo el caso de la mujer de Max que sirve como detonante de la acción), en la segunda ya aparecen como perfectas colaboradoras de la supervivencia de la comunidad y en la tercera afianzaban su poder, tanto el personaje de Tina Turner como el de la chica que lidera a los niños. Resulta curioso que una película tan, en apariencia, masculina como Mad Max: Fury Road que exuda testosterona por todos lados sea la película más feminista en mucho tiempo. En esta cuarta parte, el papel de la mujer es absoluto; ellas son las dadoras de vida (¿se puede decir así?) y el personaje de Immortan Joe lo sabe. De ahí su implacable persecución tras las que considera son sus posesiones más preciadas pues a través de estas mujeres se mantendrá su legado. Y al frente de ellas se encuentra Imperator Furiosa, una estupenda Charlize Theron, que las libera para llevarlas a un nuevo lugar donde las mujeres puedan ser consideradas como tales y no meros objetos reproductores.
Pero no olvidemos que Mad Max es aventuras, acción, violencia extrema (que no gratuita ni explícita, ojo) y coches en la carretera, muchos coches. Es impresionante pensar que un director de setenta años como Miller le de un millón de vueltas a esos nuevos pseudodirectores a la hora de rodar una persecución, de mantenerte en tensión y, sobre todo, de hacer parecer nueva una historia que hemos visto en pantalla muchísimas veces. En este sentido, no engaña y da lo que promete, con más persecuciones y coches tuneados que en las tres entregas anteriores juntas. Por supuesto, hay efectos especiales, algunos más evidentes que otros, pero al servicio de la historia y desde luego mucho trabajo artesanal, algo que se agradece enormemente en esta era digital donde los CGI campan a sus anchas.
Por último, unas palabras sobre la música. Compuesta por Junkie XL, conocido también por Tom Holkenborg, es una banda sonora muy adrenalínica en su mayor parte, ideada para acelerar al personal al ritmo de la velocidad de los coches. Presente en gran parte del metraje, va evolucionando de una composición asfixiante a base de efectos de sonido y partes electrónicas a otra ligeramente más convencional con el empleo de usos orquestales para enfatizar la acción, modelo que al final es el que acaba predominando en la banda sonora. No está mal pero podría haber estado bastante mejor si hubiese continuado en la línea inicial.